lunes, 29 de junio de 2015

Remedio


La casa es vieja. Recuerdo que tenía el piso de madera marrón oscuro, y que al lado de la puerta principal había una mancha de sangre. Nunca pudieron quitarla con nada, tampoco se preocuparon en esconderla.Todos  maltrataron cada rincón hasta arruinarlo.
Los niños y adultos jugaban con las piedras, se las tiraban por la cabeza y hasta el primer llanto que terminaba en sangre no paraban.
Hace tiempo que nadie viene por acá. A nadie le importó vender ni siquiera los animalitos de piedras preciosas que estaban sobre la mesa de mármol en el centro del living. Todos olvidaron los discos y libros sobre la cama de una de las hijas. Las habitaciones estaban minadas de bolsas negras que estaban cubiertas de polvo. Un día volví,sin llaves y con un plan.
Mi tía me había dicho hacía unos domingos que la vecina de al lado había muerto hace tiempo. Entonces no dudé. Salí rápido de casa a la vereda, salté “la reja petisa”y con pasos delicados llegué hasta el paredón del objetivo.
Jugar a ser niña no es fácil; el cuerpo es otro, cambió. Las habilidades sólo tienen vida útil en determinado periodo de la vida. Yo había perdido, quizás nunca lo tuve. Sólo sabía que estaba en otro.
Las puertas no tenían cerraduras, había telarañas por todos lados. Incluso, tuve una en la cabeza hasta que me di cuenta.  En medio del pánico,  la quité de mi pelo. En la puerta principal había muchos sobres, algunos  eran sobres de luz, gas y otras cartas con remitente de Rusia. Lamenté no tener conmigo los anteojos para leer de cerca porque si no me hubiese sentado en el sueño mugriento, a leer intimidades ajenas.
Abrí la puerta gigante de madera vieja. El olor a humedad me llenó  los pulmones con años de abandono. Yo tenía los míos también, sentía que envejecía en cada paso adentro de esa casa.
 Cómo un bebé que recién empieza a dar sus primeros pasos, caminé con miedo por la oscuridad. Choqué contra el paragüero, nada fue más oportuno; tomé uno y lo usé como el palito blanco de los ciegos para llegar a destino sin tropezar,  ni romper nada.
Cerca del destino que había elegido para esta excursión a mi pasado prometedor, dudé por unos minutos. No sabía que estaba haciendo o que quería hacer. Respiré profundo y retomé el camino. Aprendí a respirar profundo cuando me prometí no llorar más, salvo en las muertes de familiares cercanos.
Abrí otra puerta más, entré, apoyé con cuidado el paraguas sobre el picaporte. Me quité el saco y busqué la llave que necesitaba para seguir. Conservé durante años  un recuerdo estaba jugando con el presente para comprobarle a mi pasado si todo esto era real o falso.
¡Verdadero!, grité, y nadie dijo nada.
La llave estaba debajo de la máquina de escribir. Abrí el barcito oculto en la biblioteca. De niña, todo eso no era más que un espacio lleno de botellas con distintas formas y colores, donde atrás había  un espejo que ahora reflejaba mi historia de vida en los ojos negros de tanto fumar.
Crecí y soy una enferma en estado crónico.  Esas botellitas son mi remedio.  Un amigo me dijo antes de morir que él también estaba enfermo pero no de amor, sino de alcohol.

Cuando se llora por amor o por la botella vacía, es lo mismo un beso que puede desarmar  en mil pedazos los labios, como el whisky que prende fuego  la boca y arde desesperado. Ambos son hijos no reconocidos de la soledad en la ciudad porque en el campo las tristezas son otras, eso decía la vecina que murió. 

viernes, 19 de junio de 2015

Pocas cosas me estrujan el corazón




Recuerdo en  invierno los guisos de la abuela. El vapor que brotaba de sus platos hondos. Una mesa que en la punta escondía la sonrisa de mi abuelo.
Después de comer salíamos al patio trasero con mis hermanas y ellos. Cada una agarraba una reposera en la que iba a sentarse. Para nuestros pequeños cuerpos abrirlas era una aventura.
 Mi hermana Laura tenía  un flequillo muy cortito y sus piernas estaban marcadas por su inquietud y por las hormigas que tenía en el cuerpo, según el abuelo. Ella subía y bajaba del árbol sin parar, le quitaba la boina al viejo, se la ponía y se escondía para que la busquemos. La muy tonta se escondía siempre debajo de la cama de ellos, se reía sin parar y los cachetes se le ponían colorados su cara parecía una tomate.
Eugenia, mi otra hermana, consideraba que después de nuestro almuerzo debía alimentar a sus hijitos, que eran sus muñecas. Cocinaba la comidita en un rincón, buscaba tierra, pasto. La mezclaba con agua y les daba de comer a sus muñecas. Mi abuela solía gritarle que dejará el juego porque veía a lo lejos que estaba llena de barro. Ella debía tenernos bañadas y perfumadas para la noche, para recibiéramos a mamá, que venía a buscarnos después del trabajo.
Crecí y me fui alejando de ese patio verde de fines de los ´90 y principios del 2000. También me alejé de  los guisos y me acerqué a las comidas sin identidad, por ejemplo: las hamburguesas.
Todos crecimos. Mi abuelo creció tanto que murió y mi abuela enloqueció. Laura ahora sólo corre el colectivo para ir a la facultad y Eugenia cocina ricas comiditas con verduras y carnes, gracias a Dios, no recuerda las recetas de barro y gusanos.
Hay amigos que dicen, que ser niño no estuvo bien. Siento orgullo por mis días entre los brazos grandes con manchas marrones de  mi abuela y de las cara de cuco que nos hacia mi abuelo.
Existe una ola que nos arrasa, algunos la llaman melancolía. Ésta me lleva por delante cuando escucho Conversando con la noche y el viento de Serrat, siento que me pellizca el corazón. Es una canción vieja, que descubrí hace algunos años. Ella sobrevivirá a todas las épocas, por su sencillez y calidez.
Cuando necesito volver al pasado porque al presente no lo entiendo, siempre regreso al mismo lugar. Al patio de los abuelos, que nos vio crecer a mis hermanas y a mí.
Me detengo un ratito ahí, miro mi cuerpo y todo me parece chico. Dimensiono el espacio y me sorprende como todo era un mundo gigante.
Dejo de pensar tanto los detalles, subo el volumen de la canción. Silbo la melodía y mi abuelo aparece, besa mi frente y sonríe. Me tira las orejas porque todavía no aprendí a silbar.
El abuelo Filemón, se fue hace unos años. Ya no recuerdo su voz pero cuando escucho a al español de voz suave cantar, me gusta creer que es el viejo de bastón y boina que me crio el que canta. 



viernes, 1 de mayo de 2015

Contagio performativo

Teníamos un juego con Guatepeor, nos contagiábamos bostezos por telepatía. Puedo jugar ese juego con vos. Ya te estoy contagiando. A veces funciona muy rápido. Quizás ya bostezaste. Quizás todavía no. Pero vas a bostezar de un momento a otro. Yo bostezo mientras te lo cuento. Es divertido, porque te contagio un bostezo que otra persona me contagió antes. Ahora tenés su bostezo, y ni siquiera la conocés. Tu bostezo no viene de tu cuerpo, viene del mío y a su vez del suyo. Eso pasa con muchas otras cosas. Aunque no solemos prestarle tanta atención. Tu cansancio y el mío son el mismo, todo esto es un solo bostezo compartido. Quizás esta historia te hace doler la cabeza. Cuando bostezo mucho, siento que me duele la cabeza. Aunque en realidad me parece que es al revés. ¿Todavía no bostezaste? Si decís que no, no te creo. "Bostezo" es el lenguaje más performativo. Eso significa que las palabras de verdad transforman el mundo real. Algunos dicen que no. No les creo. Lo puedo probar con muchas otras cosas. Pero esta es la forma más divertida. Después de todo esto, tu cuerpo está transformado. ¿Es un poco escalofriante? Tenés mi bostezo ahora. Tenés mi cansancio ahora. Se va a quedar con vos por lo menos un ratito. Igual no es mío, me lo contagió Guatepeor.

domingo, 23 de noviembre de 2014

Fuegos

Alguno dijo que tenían que hablar. Antes de que conversaran, él insistió en preparar la cena. Ella asintió.
El quemó: la sartén, las arvejas; el mango de la sartén, la cuchara de madera, la paciencia de ella, la posibilidad de una charla tranquila, su propia lengua, y el filtro del extractor. 
Ella quemó, después, un cigarrillo hasta la colilla, la suela de su zapato, el bordecito de una cortina, el recuerdo de su primera salida, la última ramita que le quedaba medio prendida de algún amor. 

Tamara

lunes, 17 de noviembre de 2014

Desde el hospital

Al medio día barrí el patio, junté las hojas descoloridas de la alegría del hogar. Cargué agua en el balde de 20 litros y llevando la fuerza desde abajo hacia arriba, desparrame el agua fresca.

El piso caliente hizo ruido, parecía sediento, chupó rápido pensé. Accidentalmente se mojaron mis ojotas. Hice dos pasos y me resbale, caí de culo. Grité y me mordí la lengua, que sangró, traté de levantarme pero no pude. Se acercó el gato, me miró con desprecio y siguió. Lo seguía el perro que lo estaba corriendo. Me lamió la cara, me llenó de baba y del grito que di, alejó su lengua de mi cara porque se distrajo con un pajarito que pasó al lado de mi cabeza.

Cuando logré levantarme busqué un calmante, las llaves del auto y salí para el hospital. Otra vez yendo para allá. Hace menos de veinte días fui por el dolor en los brazos, ¿Qué van a creer? ¿Qué tengo mala suerte? ¿Qué me lastimo al propósito para cobrar seguros? ¿Qué me falta alguien que me cuide?

Me encanta y disfruto las visitas al hospital. Quizás tenga que ver con lo cómoda que me siento en esos espacios amplios, donde valoro su arquitectura, los techos altos, las paredes de cerámica azul con carteles de prevención de todo tipo. La cantidad de personas en sillas de ruedas y otros tantos en muletas. El aroma del café expreso en el aire y el humo del cigarrillo que entra desde el patio.

El hospital está repleto, minado, lleno, no puede más de médicos hermosos. ¡Ay, cómo me gustan! No puedo evitarlo quizás algo en el inconsciente me haga volver siempre. Sueño con que, un doctor me sigue la mirada, me llama con las manos y me da un beso. Así de sencillo, nada romántico. “El beso del médico”, mis amigas no me creerían y yo tampoco. Todos huelen a perfume francés. Aproveche cada visita al hospital para aprender de ellos.

Sus manos, ¡Oh, sus manos! Son blancas con aspecto suave. La mayoría de ellos tiene alianza pero como no recuerdo, cual es la derecha y cuál es la izquierda no sé si están casados o comprometidos. Tampoco sé de qué lado va cada situación amorosa. No me importa la mayoría de las veces.

Un enfermero me llevó en sillas ruedas a la sala de rayos x. Me acostaron sobre ese rectángulo de metal frío. Cada vez que apoyo mi cuerpo ahí pienso en la muerte. Me movió de un lado al otro. Listo, gritó el técnico. Ellos no son lindos, no tienen olor a nada, siempre están apurados y nunca vi sus manos, algo esconden.

Volví al pasillo con vista al jardín, justo al lado de la cafetería. Me gusta esperar, me acostumbré con los años, me adapte a todas las situaciones pero cuando se da en un lugar así, me parece de película.
Eugenia Beck, gritó alguien desde el consultorio 7. El enfermero se olvidó de mí y eso que le había dado 5 pesos por buscarme un café, que me costó 10. 

Tomé envión y con los brazos miedosos emprendí la aventura. Estaba a unos veinte metros, podría llegar o no. La gente me miraba, tenía la expresión de alguien que hacía y tenía mucha fuerza. Solo la cara porque en realidad había hecho girar dos veces las ruedas. Lo mío no son las sillas de ruedas, pensé. Con una motorizada sería diferente. No me quise adelantarme al diagnóstico, todavía tenía unos metros para llegar al consultorio. Pasó una chica de 15 años, con una coca le pedí ayuda. Me dejó en la puerta justo cuando el doctor abría la puerta para gritar de nuevo: Eugenia Beck.

Entré, le dije buenas tardes y me respondió con una sonrisa, que me dejó ver sus dientes. Su aliento a menta llegaba hasta a mí. 
Bajé la cabeza, le pedí el diagnostico. Respondió con expresión de dolor: ¡Te fisuraste el huesito dulce!. Respondí indignada: ¿Cómo huesito dulce? ¿Cómo usted qué es médico usa esa palabra? Él sonrió, abrió grande la boca, el olor a menta en todo el maldito consultorio. Exigí una respuesta, no lo conseguí.

Me quejé por el dolor, mi cuerpo estaba doblado. De repente sentí una mano tibia sobre mi espalda. Levanté la cabeza  y el doctor menta, me estaba buscando la boca.

Berenice

domingo, 16 de noviembre de 2014

Dos por uno

Ramona se compró dos vestidos, casi iguales. Cortitos, de tela estampada, con encaje en el escote. Uno un poco era un poquito más feo. 
Siempre usaba el que le gustaba menos, el otro era para una ocasión especial.
Lo usó para ir a cumpleaños y fiestas, después a reuniones con amigos, cuando ya estaba gastado, lo usaba hasta para ir al supermercado. 
El que le gustaba más, se lo puso sólo una vez, fue a cenar con un señor, no la pasó ni bien ni mal. 

El día especial, por supuesto, la agarró en ojotas y con remerita de modal. 

Tamara

jueves, 13 de noviembre de 2014

Todos los galpones


¿Te acordás la valijita esa de camping? El otro día la encontré. 
Andá a buscarla, está en el galponcito.
(ordena una tía).


Un día de noviembre, da igual si hubiera sido de marzo (no daría igual de ser diciembre o el mes de su cumpleaños), la señorita visita una casa. Más específicamente visita el fondo de una casa, porque la casa ya la ha visitado otras veces. En verdad el fondo también, frecuentemente, pero sólo ahora le pone atención. Ignora las 73 veces que hubo en medio (no significaron nada) y compara esta última, con una tardecita de algún año de entre 1994 y 1998, tarde que pasó en ese mismo patio. A decir verdad, el de esa tardecita era el patio de otra casa, pero los patios no pertenecen a las casas, sino a las familias que los habitan, y ellos se habían ido desperdigando por la ciudad, llevándose el fondo de la casa con ellos.


Busca la señorita similitudes y diferencias en los patios.

La enamorada de los muros se desprendió por su propio peso en lo alto y dejó un amplio espacio en el que se ve la pared ayer-allá blanca ahora-acá de color gris hongo. Si se toca, se cae un pedazo. Quizás la pared no existe. Es sólo polvo y raíz de enredadera esperando ser desmoronado por la manito ahora mano que no se anima a tocarla, porque entiende a su uña larga y pintada de violeta tornasol como una amenaza.
Tres girasoles de esmalte sintético, que estuvieron alguna vez pintados y luminosos en la pared adyacente, ahora son un polvito amarillo sobre el suelo, y sobre la violeta de los alpes. 
La violeta hoy crece raquítica regada por el pis de los caniches. Un día creció violenta, alimentada del pekinés que descansa abajo de ella. Nadie vaya a recordar el trágico deceso de la primera mascota familiar. Y nadie vaya a notar que un caniche es la única cosa que puede ser más fea que un pekinés. Los perros, al final, son rasgos de época. 
La calesita de colgar la ropa, en otro tiempo, fue el peor pero más tentador de los escondites, porque esconderse atrás de las sábanas te deja ver los pies, pero la sensación de envolverse en la sábana enorme, húmeda, blanca y con olor a jabón no puede resignarse para esconderse abajo de una mesa. La calesita sigue estando, pero ahora tiene cosas colgadas y es un macetero vintage. El reciclaje es tal vez más feo que una cruza de caniche y pequinés. Parece que todo lo que hubo no está más, o en todo caso perdió su esencia.

Se abre la puerta, la tumba el olor a galpón.

El olor a galpón golpea y tira al suelo a cualquier alma distraída con la misma contundencia que lo haría una de las latas de pintura rancia si el estante se venciera y se le cayera a la señorita encima, o como si la escalera de doble hoja a la que siempre le quedó una sola perdiera el equilibrio al ser rozada por un pié. 
El olor del galpón es el mismo que el del otro galpón, el de su casa, la que no puede visitar porque vive adentro, y por estar tan cerca no puede notar como cambia. El olor del galpón es el único, inconfundible, olor de todos los galpones de esa familia. 

Recuerda la señorita a todas sus abuelas.

El olor a todo lo que tiran, a todo lo que esconden, a todo lo que ya no sirve y sobre todo a lo que se guarda porque algún día va a volver a servir, porque les costó mucho esfuerzo, y en el fondo porque le tienen cariño. Como un balde de la pintura verde agua con la que pintaron la habitación de la señorita en 1996, o la rosa viejo con la que decoraron la de su prima en 2002.
 El olor del oxido de los cadáveres de las sombrillas y las reposeras que los vieron odiarse amarse y gritarse en todas las localidades de la costa atlántica y del más allá, del verano en Brasil en el 98. El del set de pesca que ese año no usaron. 
El olor al galpón es único e inconfundible y es sólo de ellos. Les pertenece. Porque aunque fuera el mismo de todos los galpones de todas las familias de todos los universos, aún así no lo sabrían, porque nadie puede, nunca, meterse en un galpón que no le pertenezca. Si alguien entra al galpón de otro, es porque ya se está metido en esa familia de cabeza, y los restos de sus vacaciones y sus reformas y de manteles reutilizados en todas sus fiestas de casamiento ya le pertenecen. 
Curioso le parece a esa señorita que el olor del galpón sea el mismo aunque lo que se entierra en él se acumule con descuido, y que el resto del fondo, la pileta el parque la enamorada, hayan cambiado tanto a pesar del esfuerzo y la constancia de que la apariencia continúe siempre igual. 
Piensa un ratito en la idea de que lo que no cambia nunca es lo que se deja crecer, y en cambio lo que quiere conservarse se desborda. Pero al rosal lo dejaron ser y se trepó a la medianera, se enamoró de los perros y después se secó. Y al limonero, a ese lo cuidaron y tuvieron éxito, esta igualito, o mejor que antes.

Vuelve triunfal la señorita con la valijita que fue a buscar.

Vuelve con la sensación de que una caja de herramientas oxidadas se le cayó en la cabeza, pero con una rara certeza de refugio. De que en veinte años, haya sido lo que fuere, de la familia, de ella, e incluso de esas casas, va a tener siempre a donde volver. 
Porque hay cosas que cambian y cosas que no cambian y no hay ningún tipo de lógica que permita predecirlas, pero el galpón de la familia permanece: así sea que se lo lleve en una caja a algún extremo de Asia al que se vaya a vivir cortando todo lazo, el galpón se las va a ingeniar para instalarse en cualquier cosa a la que ella decida llamar casa, así como se instaló en el fondo de la casa nueva que construyó la tía. Así funciona. Uno se lleva un fragmento de la vida de la familia, que puede ser la valijita que la mandaron a buscar y ahora va a llevarse,  esa será su piedra fundacional. 
Todo lo que descarte y lo que acumule de su vida y de las que se entrecrucen con la suya va a tomar, tarde o temprano, el mismo olor a familia, el olor a todo lo suyo y a todo lo heredado. A lo amado y a lo odiado. A lo que quiere guardarse y a lo que quiere olvidarse, que termina siendo lo mismo y que convive en el mismo lugar. 
En cualquier lugar que ose llamar casa, alguna habitación o al menos un armario se las va a ingeniar para ser el galponcito, el mismo que estuvo en su casa de la infancia, en la casa de su tía, que estará en la de su hermano, que habrá estado en la de la bisabuela, que habrá venido de Italia y que seguramente, por más que lo intente, por más que cambie todo hábito y que limpie y se mude y ordene, no se va a extinguir con ella.

Quedate vos la valijita, lindo recuerdo

(sentencia la tía).



Tamara

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Caramelos ácidos

¿Quién te guiona la vida? Ayer me pareció que la mía era un mamarracho, que la habían escrito borrachos Capusotto y el Raví Shankar.
—El Raví no puede beber. — me corrige el libro de Historia que tengo entre las manos. Se pone serio y me da un sermón, y después se abre en una página que habla de batallas perdidas y me dice que la tengo que leer. 
—Más allá de que mañana tengas exámen, la batalla de Cepeda la debería entender cualquiera — Me comenta el resaltador. 
Desde anteayer que charlo con ellos. 
Desde que vi en Internet su foto mostrando un nuevo amor. 
— Si esta fuera otra época no te habrías enterado — Acota el cable de un cargador de teléfono que estaba sobre la mesa. 
— Eso es cierto, le contesto. La hubiera amado en secreto un rato más, pensando que volvería, y hubiera sido peor la caída.
— Cuando la vecina de la esquina te contara que se casó, y te mostrara la invitación de la boda — Me dice una lapicera que se asoma de entre el espiral de un anotador que la tiene atrapada. 
—¿Estar atada a él no te ahoga? — Le pregunto yo. Porque me están cansando con tanto interrogatorio.
—A veces molesta, pero qué sería de la vida de una lapicera sola.
—Escribirías sin importar donde.
—Hasta que me prestaran a cualquiera, me olviden y me tiren en un cajón. 
Miro de reojo a la pantalla de la computadora. Todavía, en una pestaña, tengo su Facebook abierto. La pantalla parpadea, como si me hiciera ojitos, y no dice nada. La odio. 
—La abriste vos solito. — Me dice el libro. 
—¿Qué va a hacer la pobre? ¿Reiniciarse sóla para que no te enteres que sos tan gil? — Cancherea el cable del cargador. 
—Confiá en mi, que he visto cosas peores. — Me insiste la birome. — Las cartas tristes que escribía mi abuela no tienen nada que ver con estos desamores de whatsapp. 
El libro arranca otro sermón y ya casi me parece mejor terminar de leer cómo se conformó el estado argentino que seguir escuchándolos. Arriba de la mesa quedan un par de objetos que todavía no dijeron nada. 
Hay un puñado de caramelos, los miro y me miran, brillantes, sin decir palabra. Uno de uva me mira intenso, como diciéndome "yo te lo advertí". Lo dejo adentro del libro marcando un segundo la página, mientras me voy a servir un vaso de agua. Cuando vuelvo, me marca un renglón. Dice algo de que "Buenos Aires, derrotada, se reintegra a la confederación". ¿Y yo derrotado a donde volveré? 
Ese caramelo, que se acuerda quién vivía a la vuelta del quiosco donde lo compré, sabe la respuesta. Me mira como diciéndome que no lo haga de nuevo.

Y después me lo como. 

Tamara

lunes, 27 de octubre de 2014

Mancha blanca

"En el fondo estamos solos en un desierto de gente, pero hay que ser muy valiente, apretar los dientes a la soledad"



Le cuesta escribir “Feliz cumple Lauri” y se limita sentir. Cada año vuelve a lo mismo. Saludar al hijo de su hermano suicida es doloroso, mira los ojos del pibe y quiere llorar. Aguanta con un nudo que le sostiene el llanto. Su hija le besa la frente. Parece que él quiere decir algo, pero abre la boca y renuncia.
El perro le pide atención, quiere jugar. Él camina a su habitación y lo corre del camino.
La casa que esta llena de personas y recuerdos. En su cabeza seguro guarda más y en su corazón también debe tener como un álbum de fotografías con ruidos que le recuerdan la risa de su hermano.
No entiende cómo pasó. Recordó que hubo dos avisos, hasta que la valentía le ganó y finalmente sucedió. Fue en el “Día del Amigo”, no dejó carta pero si un mensaje.
Piensa en el Monumental, en la camiseta de River Plate y cómo le quedaba. Lamenta que no estuvo llorando a su lado, cuando se fueron al descenso ese domingo de Junio del 2011.
Laureano seguro pensó en su papá, dijo en voz alta en la habitación fresca y blanca.
Se tocó el pecho porque sintió un apretón. Era la angustia que estaba pidiendo salir pero él seguía fuerte, como los hinchas que bancaron al equipo en todo el viaje en la B Nacional mientras los de Boca le cantaban “RiBer decime que se siente”.
Mañana cuando se levante para ir a trabajar y vaya camino a la estación de tren espiará de lejos, la casa de su hermano, que muchas veces mira sin mirar. 

En una de las paredes de la casa, hoy alquilada a una familia desconocida, hay una mancha blanca que hizo él mismo. Debajo de la pintura había un mensaje de su hermano, qué escribió meses antes de morir. A veces no sabe si siente culpa de haberlo hecho o todo lo contrario, pero sobrevive. Y si uno le pregunta finge no recordar que decía.
Quizás esa mancha sea la voz que ya no está y que le dice “Prometeme que vas a cuidar a mi hijo, si me llega a pasar algo”. 


Berenice

jueves, 23 de octubre de 2014

Perspectivas

—Cada vez que hablás de ella, hablás diferente— me dice casi sin quererlo.

—Fueron muchos años—contesto.

Después apoyo el vaso de whiskey caliente sobre la mesa del jardín de invierno y me pierdo en el horizonte que me regala la ventana de horizontes siempre enmarcados—. En el edificio del frente, una chica de ojos tristes me devuelve la mirada, y desde alguna habitación oculta y lejana, alcanza a ver toda mi vida



                                                     [desde el otro lado].